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Winona Ryder y la horrible historia detrás de Drácula
Drácula de Bram Stoker existe porque Winona Ryder quiso que existiera. Los admiradores de esta película llevan océanos 25 años exactos alabando la barroca puesta en escena de su director, Francis Ford Coppola; o la cruenta, poética y visceral interpretación de su protagonista, Gary Oldman; algunos incluso citan sus sentencias metafísicas (“nos hemos convertido en locos de Dios” puede aplicarse a un partido de fútbol, a una noche de juerga o a una partida de Catán).
Los admiradores de esta película apenas suelen detenerse en conmemorar la presencia de Winona Ryder en ella. Pero que quede claro: Drácula de Bram Stoker existe porque Winona Ryder quiso que existiera. Si, si no fuera por ella no habría película.
Winona Ryder tenía 19 años y suficientes películas a sus espaldas (Lucas, Beetlejuice, Heathers: Escuela de jóvenes asesinos, Sirenas, Eduardo manos de tijera) para tener los papeles que ella quisiera. Durante un fin de semana leyó 10 guiones, y el de Drácula le revolvió las entrañas: en vez de basarse en la obra de teatro (narrativamente convencional y accesible) en la que se habían inspirado todas las películas sobre el vampiro, V. Hart se atrevía a trasladar al lenguaje cinematográfico la estructura fragmentada en cartas de la novela original de Bram Stoker.
Un material, en teoría inadaptable, que Michael Apted (director de Gorilas en la niebla) iba a rodar en forma de telefilm para el canal USA network.
Winona Ryder le ofreció la silla de director a Francis Ford Coppola, con quien tenía una colaboración pendiente desde que dos años antes la participación de la actriz en El padrino. Parte III fuese cancelada a última hora cuando Ryder, ya en Roma y lista para rodar, sufrió un ataque de nervios y fue reemplazada (en un fichaje mítico por su infamia, más debido a la urgencia que al nepotismo) por Sofia Coppola, la hija del director. Gracias al compromiso de Winona Ryder para interpretar a Mina Harker, Columbia accedió a darle a Coppola todo el dinero que necesitase. La actriz además sugirió a Keanu Reeves como su marido Jonathan y a Gary Oldman como el conde Drácula.
Cualquiera que conozca los entresijos de Hollywood entenderá que lo que hizo Winona Ryder fue producir la película. Literalmente, ella produjo la existencia de Drácula de Bram Stoker. Y cualquiera que conozca cómo funciona el mundo habrá adivinado que no, Ryder no figura en los créditos de la película ni como productora ni como productora ejecutiva. En aquella época, las estrellas femeninas no lo eran porque hacían cosas sino porque eran cosas: Julia Roberts era la novia de América, Meg Ryan era la chica de al lado, Winona Ryder era el amor platónico del mundo entero. Ni recibió crédito oficial como productora ni fue tratada como tal por sus compañeros, quienes habían conseguido ese trabajo gracias a ella.
Entre las anécdotas del rodaje, como un simpático asterisco, docenas de artículos de “cosas que quizá no sabías sobre Drácula de Bram Stoker” incluyen aquella ocasión en la que el director le pidió a su hijo Roman Coppola que convenciese a Winona Ryder de desnudarse porque a él le daba vergüenza proponérselo. “Winona sufrió un ataque de pudor, porque empezó a preocuparle que a su novio [Johnny Depp] no le gustase que enseñase las tetas” viene a ser la versión oficial.
Otra aparición habitual de Drácula de Bram Stoker es en galerías de “actores que no se soportaban durante el rodaje”: Winona Ryder y Gary Oldman se llevaban fenomenal hasta que un día salieron de los ensayos con gesto áspero y no volvieron a hablarse. Así describía su relación un reportaje de Premiere publicado en 1992: “según Ryder, Oldman y ella ‘pasábamos tiempo juntos durante los ensayos, pero no era…’ La actriz parece ocultar algo que no sabe cómo explicar, ‘pero no fue lo mismo una vez empezamos a rodar. No sé por qué, la verdad.
Quizá es su forma de trabajar, pero yo sentía que había cierto peligro’”. Hace un par de años un extra del rodaje, Jonathan Emrys, contó una anécdota que sugiere por dónde iban los tiros.
En su primer encuentro con el conde, Mina debía sentir horror, sorpresa y curiosidad. Tras repetir la toma demasiadas veces, Gary Oldman (33 años) cogió un calabacín y, justo cuando Ryder (19 años) se giró para descubrirle, lo colocó en su entrepierna e hizo gestos obscenos con él fuera de plano. Coppola mantuvo las cámaras rodando y aquella sería la toma que aparece en la película. La actriz abandonó el set furiosa mientras Oldman se reía a carcajadas.
Por muy fiel que Drácula de Bram Stoker fuese respecto a la novela (tanto que blandía el nombre de su autor en el título, aunque se debiese en realidad a un problema de copyright), insertó dos segmentos originales: un prólogo que enaltecía al vampiro como un héroe nacional y un coito que supondría la primera escena sexual en la carrera de Winona Ryder y en el en el que, por lo tanto, la actriz perdía la virginidad a ojos de la cultura popular.
“Cuando Mina despierta de ese trance libidinoso, Ryder debe tirarse sobre la cama y derrumbarse mientras grita ‘¡sucia! ¡sucia!’. La actriz intenta falsear su interpretación en el primer par de tomas cubriéndose la cara con las manos. Tal y como le ha pedido Coppola en secreto, su compañero y amigo Keanu Reeves empieza a insultarla y a avergonzarla. Entonces, también improvisando, Coppola empieza a gritarle ‘eres una zorra, eres una puta zorra. Mírate. ¡Mírate! Tu propio marido te está viendo’. Ese es justo el empujón que Ryder necesita, se retuerce y colapsa sobre la cama. Una y otra vez, Coppola la fuerza a agitarse y a llorar, negándose a detener las cámaras mientras ella repite la escena seis, siete, ocho veces. ‘Basta’, indica ella de forma mecánica. Coppola se levanta corriendo y acoge a la frágil Ryder entre sus brazos. ‘Lo siento, lo siento mucho’ le susurra, ‘no lo decía en serio’”.
En el mismo reportaje, el director aseguró no recordar este episodio de sadismo, aunque concluyó que “siempre intento trastornar a los actores (…) el rodaje se vuelve demencial, pero a ellos les gusta”. Un año después Winona Ryder aclaró que no, no le gusta. El periodista de Rolling Stonedispara “hablemos de Drácula”, y ella no disimula su nula intención de abordar el asunto: “pues me siento muy conectada a La edad de la inocencia porque…”.
El entrevistador la acorrala “espera, no voy a dejar que te escapes tan fácilmente”. Ella se revuelve, “no sé qué decir sobre el tema, es algo que…”, y él la interrumpe “¿eran esos insultos “justo lo que necesitabas”, tal y como aseguraba la autora [Rachel Abramowitz] del reportaje de Premiere?”.
Y ante este interrogatorio, Winona Ryder se sacude y se erige como la voz y musa activa de la (por otra parte, bastante inactiva) Generación X, recurriendo al arma que definiría aquella generación: el sarcasmo. “Oh, sí, fue genial. Me encanta que me llamen puta y zorra. Es una técnica completamente estúpida y no, no funciona” tras una pausa, continúa: “jamás habría hablado mal de Drácula en aquel momento. Por suerte, ahora ya no necesito ser la actriz favorita de Francis Ford Coppola para tener una buena carrera. Ahora sé que puedo tener mi propia opinión y seguir siendo respetada.
Pero en aquel momento me sentía asustada, porque él me intimidaba. Creía que si me quejaba la gente pensaría que estaba loca”.
Aquella entrevista para la Rolling Stone quedó inmortalizada por una portada icónica que cualquiera que estuviera vivo en 1993 sigue recordando y que, además, demuestra que una imagen vale más que 81 palabras: hoy seguimos acordándonos de la fotografía, con ese pelo corto supuestamente despeinado, esos ojos más de gacela que nunca y ese peto vaquero que sólo le quedaba bien a ella. Pero no nos acordamos tanto de la denuncia que Winona Ryder hacía en las páginas interiores.
Para cuando la opinión pública decidió, en 2000, llegar a la conclusión de que era una pirada y una cleptómana, Winona Ryder ya estaba exhausta. La cultura popular había convertido una declaración de amor (“Winona Forever”, tatuado en el brazo de Johnny Depp) en un eslogan y su detención por robar en una tienda dio lugar a una de las camisetas más vendidas de nuestro tiempo. Su reaparición en Stranger Things no se debe, como algunos espectadores asumen, a que esté desesperada por trabajar: ella misma aclara que en su día compró siete apartamentos en Nueva York, vive en uno de ellos y alquila los otros seis. Winona Ryder no necesita dinero, ni mucho menos necesita a Hollywood. Pero Stranger Things sí que la necesita a ella.
Joyce Byers se ha pasado los 17 episodios de la serie teniendo razón, pero sin embargo todos sus vecinos de Hawkins la toman por loca. Fue la reina del baile de promoción y ahora todos murmuran cuando la ven pasar. Hasta su novio, Bob (Sean Astin) exclama en un momento dado “quién me iba a decir que iba a acabar ligándome a Joyce Byers”. Los hermanos Duffer, creadores de Stranger Things, saben perfectamente lo que están haciendo. Winona también.
Si los espectadores sienten una conmovedora compasión hacia Joyce Byers es porque, más allá del misterio sobrenatural, la nostalgia y las aventuras infantiles, Stranger Things está dignificando y ajusticiando aquel eslogan noventero vacío de sentido que ahora por fin empezamos a comprender: hoy más que nunca, Winona Forever.